Miraba
por el balcón.
Miraba
morir la corta tarde
tras
las bajas casas atisbadas
al
fondo, junto el sendero,
que
cruza la montaña
y según
dicen todavía algunos,
se
lleva para siempre las almas.
Lo
hacia cada día
entre
octubre y el ocaso de marzo,
detrás
de las cortinas
vistiendo
una camisa clara, mía.
Lo
hacia en silencio.
Lo
hacia taza en mano.
Lo
hacia sin mirarme.
Rugosas
paredes encaladas
con sus
portones desgastados,
algunas
pequeñas ventanas cerradas
y
charcos junto los pavés de la acera.
Al
llegar las mariposas
despertando
a amapolas y rosas
cargadas
de olores, colores y sueños,
prefería
bajar al empedrado de la calle
recorriéndola
lentamente
mientras
el sol, todavía la bañaba.
Vestido
amplio y cómodo,
sandalias
abiertas,
sonrisa
dulce que enamoraba,
pero
con los ojos, añorando al otoño.
Dibujaba
con negro lápiz
de
carbón el cuaderno gastado,
niños
y pantalones cortos
mientras
jugaban cerca de la fuente
que los
refrescaba, los hacia reír
con
risa verdadera, sincera.
Y fue
una noche al quitarse la camisola
llegando
a la cama todavía abrigada,
mientras
la fina lluvia mojaba los cristales,
cuando
se abalanzó hacia la senda
cruzando
para siempre la montaña.
Miro
por el balcón.
Lo hago
en silencio.
Lo hago
vaso en mano.
Lo
hago, esperando ver pasar a mí alma.