Son las cinco de la tarde. El, entra en el bar.
Parece que no haya pasado el tiempo por ese establecimiento, está igual que
hace diez años. La barra, a la derecha, es de madera oscura y está recubierta
de una losa de mármol blanco, blanquísimo. Se nota la pulcritud de los
responsables. Ellos, también de blanco nuclear, residen detrás del mostrador
sacando brillo a todo lo que se les pone a mano. A la izquierda; tres ventanas
grandes que dejan pasar toda la luz de la calle, y junto a ellas, cuatro mesas
de hierro forjado; fuerte, caliente, que soportan el peso de sus respectivas marmóreas,
también impolutas.
Al fondo, un conjunto de siete mesas repartidas
por el escaso espacio del local, conviven con el humo de las pipas de los ancianos
de la zona y un par de juegos de ajedrez.
-Un café cargado!!
El cielo de la calle oscurece rápidamente. Los negros nubarrones
llegan de detrás del parque. Empieza a llover. La gente corre a refugiarse en
cualquier portal que esté abierto o parada de autobús. Los coches, ahora con
los faros encendidos, pasan levantando olas de agua. De entre ellos, surge una
figura que corre sorteando los charcos hasta llegar a la oscura puerta de
madera del bar.
Entra. Rápidamente se saca la gabardina empapada y
se atusa el pelo, largo, oscuro, sedoso. Se acerca a la barra. Viste un traje
de gris dos piezas. El la mira. La calidad de la ropa se nota. Al igual que su
perfecta postura.
-Un cortado. Corto de café... Pide ella. Mientras termina, hunde sus dedos
en su pelo
El ha dejado el dinero justo sobre la mesa. La observa.
Está impaciente.
A los cinco minutos, y después de haber
intercambiado con los camareros alguna sonrisa y mirada, ella paga. Deja algo
de más en el platillo plateado, también brillante, junto al ticket de caja. Ha
parado de llover e incluso parece que quiere reaparecer el astro sol.
Sin la gabardina, sale a la calle. El, se levanta
y empieza a caminar detrás de ella.
Ella tuerce la segunda calle a la derecha. El la
sigue a cierta distancia. Ahora a la izquierda. La calle se vuelve estrecha.
Hay poca gente. Las casa se van tornando un tono más gris, más dejadas. El,
sigue detrás.
Poco a poco, se va acercando, pero sin prisas.
Ya solo le separan un par de metros. Ella, prácticamente
puede notar su aliento en la nuca, cuando bruscamente entra en un portal. El,
se detiene frente la inmensa puerta descarnada por el paso del tiempo. Mira que
nadie lo observe y subiéndose el cuelo de la americana, entra.
Hacia arriba se pueden oír los tacones de ella al
resonar en la escalera de piedra desgastada. El, sube. Despacio.
Al llegar al tercer piso, se encuentra la puerta
mal cerrada. Mira arriba y abajo. No hay nadie que pueda verlo ni ha visto
ninguna sombra detrás de ningún viejo y roído pestillo. Entra.
Al fondo de un pasillo mal empapelado hay un
comedor. A la izquierda una vieja cocina. A la derecha, un baño. Limpio, nuevo.
Ahora un dormitorio. Desde fuera observa en el espejo como ella se ha sacado la
blusa de seda blanca. La admira. Se seca el sudor de las manos. Entra y cierra
la puerta tras de sí. Ella se gira de repente y se lo encuentra delante con los
brazos abiertos y acercándose.
Se abrazan, se besan, se desnudan. Se tumban sobre
la cama y ella deja caer los zapatos contra el suelo. Se estremecen. Se vuelven
a besar, acariciar, lamer...
A las siete, ella se levanta y se viste. El duerme.
Al rato, también se incorpora y se va a duchar. El último beso. Largo, rojo y
vivo.
Se enciende un cigarrillo rubio. Como cada jueves.
Como cada
jueves a la misma hora. Como cada jueves, se han visto, tocado, comido. Como
cada jueves han experimentado con el dolor, el hielo, la nata...el amor.
De aquí a siete días, volverá a ser jueves en el
mismo bar de la calle 20.